El país de las Maravillas

Un momento más tarde, Alicia se metía también en la madriguera, sin pararse a considerar cómo se las arreglaría después para salir

LEWIS CARROL

Trato de abrir los ojos, siento que los abro tanto como puedo; sin embargo, sólo percibo algo de luz a través de las gasas que me colocaron después de la operación.

Santiago me trajo a casa, subió conmigo en el ascensor pero me dejó en la entrada del apartamento. «Disculpa, ya sabes, he perdido la mañana completa…». «No te preocupes, no hay problema, sólo voy hasta el cuarto y espero a que llegues, creo que voy a dormir. Me siento cansada». «Bien». Siento el roce de sus labios en mi rostro, no llega a ser un beso… Entro, cierro la puerta y todo se hace un poco más oscuro y fresco; así es mi casa: un refugio.

Avanzo un poco, me agarro, tal vez con demasiada fuerza, a la vitrina del comedor, a la mesa, a las sillas. Creo que Santiago no botó la basura esta mañana como le pedí, ese olor característico entre dulce, amargo y ácido me hace dudar por un momento si seguir hacia el cuarto. Me gustaría deshacerme de esa bolsa. No vale la pena, para qué dármelas de autosuficiente; que lo haga él cuando venga. Continúo, arrastrando los pies, tropiezo. Algo, tal vez un maletín o una caja fuera de lugar, me hacen caer. No logro siquiera adivinar qué es o quién pudo colocar ese objeto atravesado allí, a esa pequeña distancia entre el comedor y el pasillo que lleva a los cuartos. Me levanto algo aturdida, más que por el golpe, por esa impresión de sentirme minusválida. Detesto esa sensación.

Llego a la pared del pasillo. Estoy cerca del baño —al menos éste sí huele a limpio—. El aroma a desinfectante me agrada. Eso sí sé que lo hago bien, el baño y la cocina siempre están impecables, por eso el olor de la basura me molestó. Camino un poco más y sé que estoy cerca del estudio porque percibo una corriente de aire a mi izquierda. Un aroma de tierra húmeda parece anunciar lluvia. Quizás deba cerrar esa ventana; qué más da, qué importa que entre agua, todo está calculado para que en caso de algún descuido, no llegue a la mesa ni a los libros; hoy tengo excusa para no hacer nada, además, comienzo a sentirme mal. Pronto estaré en mi cama y dormiré todas las horas que sean necesarias, quizás cuando despierte ya pueda quitarme la gasa de los ojos. El pasillo comienza a hacerse interminable, sé que a la derecha tiene que estar mi cuarto, pero la pared sigue y no llego al dintel de la puerta. Santiago debió entrar conmigo. ¿Qué le costaba? ¿Un minuto? Debió acompañarme al cuarto, esperar que me acostara. ¿Por qué no insistí? Siempre es igual, ya no importa.

El pasillo sigue prolongándose, tengo la impresión de que no estoy en casa. «No te quites las gasas hasta mañana, los ojos son muy delicados, cualquier cosa puede producir una infección…». Lo siento doctor Suárez, pero voy a tener que quitarme las gasas. Si en los próximos tres pasos mi mano no llega a una nueva puerta voy a tener que hacerlo. Doy tres pasos más, palpo la pared con ambas manos, no puede ser que no encuentre nada. Siento algo de náuseas. Levanto la gasa de mi ojo izquierdo y siento que voy a caer: no hay nada, ni cuarto, ni pared, ni oscuro, ni claro, nada. Bajo mis pies sólo hay un vacío interminable.